Es bien
sabido que uno de los grandes dramas de la sociedad Occidental es pasar las
navidades lejos de casa y sola. Casi equiparable a un orfanato incendiándose. O
Nickelback sacando un nuevo disco.
Ya que
considero mucho más entrañable celebrar mi inminente 30 cumpleaños con mi
familia y mis amigos que las navidades, decidí, por segundo año consecutivo,
que estas festivas fechas las pasaría de nuevo en California. Así que el plan
era pasar las fiestas viendo Netflix compulsivamente y bebiendo craft beer y ya en febrero ir a movelo a
Europa.
Pero
parece ser que mi planazo de Netflix + alcohol suena muy deprimente cuando lo
digo en alto, y cuando se lo conté a mi ex–compañero de piso y su novia, lo consideraron
inaceptable, y en medio suspiro tenía en mis manos una invitación de lo más
atractiva para pasar las navidades con sus respectivas familias y con ellos en
Merced, un pueblo de algo más de 80000 habitantes al norte del estado y que yo
sólo conocía de oídas por ellos y porque en Sons
of Anarchy mencionaban su clínica abortista. Más tarde también supe que en el 2000 hubo un tipo extra ño que asesinó a los niños de una familia, desnudo y armado con un chisme de labranza.
Así que
el 23 de diciembre nos montamos en el coche con equipaje digno de una película
de Paco Martínez Soria (aunque yo llevaba una bolsa sólo). Diez horazas que
tardamos en completar un viaje en carretera que normalmente lleva seis horas. Y
todo por LA y su maldito tráfico causado por sus conductores haciéndose selfies compulsivamente.
En el
momento en que pisé Merced hice principalmente tres cosas: comer pasas
cubiertas de chocolate delante de la chimenea, beber cerveza y leer el libro de
turno. Puro bienestar.
Me explicaron,
muy elocuentemente, que en Merced solo hay tres cosas que hacer: crafts (o manualidades, pero que suena
menos guay), sexo o meth (fumar metanfetamina, se entiende. Todavía no entiendo
muy bien por qué en Europa esto no es tan popular como en USA donde es más
típico que les marañueles en Candás, con lo bien que se nos da seguir el
ejemplo anglosajón en su peor vertiente). Sí, estaba en los auténticos Estados
Unidos de America y me encantaba. De las consabidas tres opciones (crafts, sexo
y meth), por las circunstancias y la relación que nos unía, lo único factible y
no destructivo, emocionalmente hablando, eran las crafts, lo que significó que mi amiga las hacía y yo miraba
mientras comía pasas cubiertas de chocolate delante de la chimenea y bebía
cerveza.
Creeréis
que la cena de Nochebuena fue un atracón de pavo y todas esas cosas que se
comen en Thanksgiving. Pero no.
Cenamos en casa de mi amigo y ex–compañero de piso comida china. Mi manía por
no comer mamíferos ni aves redujo considerablemente mis opciones nutricionales,
lo cual no importó demasiado porque me llené de pasas cubiertas de chocolate y
cerveza. Mi amigo y ex–compañero de piso tiene una familia infinita (quizás
no tan infinita, pero a partir de tres hermanos otorgo el adjetivo “infinito” a
cualquier núcleo familiar) y muy dinámica. Acabé la noche bebiendo chupitos de
algo que se llamaba Tuaca (o similar, cuyo origen alcohólico aún desconozco) y
Fireball (que creo que es whiskey) con su hermano pequeño de ventitantos años
(el cual acabó ofreciéndose amablemente a casarse conmigo en caso de
necesitarlo en un futuro sin visas de trabajo) y el marido de su madre.
Mesa del desayuno de Navidad, momentos previos a que se llenase de café, huevos hechos de tres formas diferentes, patatas, bacon, pork chops, mermelada y mucha mantequilla. |
A la
mañana siguiente tocaba abrir los regalos como dicta la costumbre. Cuál fue mi
sorpresa al descubrir que estas adorables, amables y presbiterianas familias
habían hecho hueco en sus listas de navidad para comprarme regalos y “hacerme
sentir como en casa”. Puedo aseguraros que abriendo los regalos, mientras
desayunábamos cafés con Bayleys (para más tarde tomar huevos, patatas y fruta,
dando paso a las pasas cubiertas de chocolate delante de la chimenea y la
cerveza de después) me hizo sentir casi como en casa. Me pasé todo el día tirada en el sofá, con
las pasas, la cerveza, mi libro, los envoltorios de todos los regalos,
charlando con mis amigos y manteniendo interesantes conversaciones sobre
neurociencia, sobre la legalización de la marihuana, sobre Donald Trump, sobre
energía renovable, sobre el régimen nazi… según me iba cruzando con la gente
por la casa (su hermano, sus abuelos, sus padres…). Tan pedante como puede
sonar todo, no me aburrí ni un segundo. Y si alguna vez estuve a punto, las
pasas cubiertas de chocolate y la cerveza lo diluyeron. Tengo que decir que
eché de menos alguna conversación de mierda (literalmente, sobre heces) como es
costumbre en mi casa. Quiero pensar que es algo que internacionalmente se da en
todas las familias el hablar de mierda, pero que quizás esta vez se cortaron al
tener a una outsider (yo) a la mesa. Si
ellos supieran… El día acabó con toda la familia reunida viendo la típica
película navideña A Christmas Story
con el pequeño Ralphie como protagonista (la película era del repertorio
americano equivalente a Cine de Barrio). Yo no pude evitar quedarme un poco
dormida, despertándome a ratos con las risas de los abuelos.
Navidades
en familia, no la mía, y en un pueblo, no el mío. Pero muy entrañable aunque no
hubiera turrón, ni polvorones, ni pitu caleya, ni langostinos. Joder, USA mola
y no todos son votantes de Trump o meth-heads.
En
serio.
Conozcan
antes de emitir juicios de valor.
Elen
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