En estos 380 días que llevo viviendo en
US of A, he hecho unas cuantas “americanadas” que si bien no me han ayudado a
sentirme más realizada como ser humano ni a conseguir la ciudadanía americana,
al menos me han dado unas cuantas risas y anécdotas que contar a nuevos y
viejos conocidos.
Fui a Las Vegas a emborracharme y a “apostar”.
Comí corn dogs, chicago pizzas, snow cones, hamburguesas de todo tipo (y más grandes de lo que puedo abarcar), chilli dogs, elephant ears (homólogo a nuestros churros en las ferias) y cafés a litro de sitios incluso más deleznables que el Starbucks.
Fui a Tijuana donde nos retuvieron en la frontera durante casi una hora a las 3am.
Cargué y descargué una pick-up. No la conduje porque no llegaba al volante.
Fui a combates de boxeo y carreras de caballos.
Charlé con una actriz famosa.
Me marqué unos cuantos road trips.
Jugué a muchos juegos de esos que vemos en las películas americanas, en las house parties donde siempre alguien acaba en paradero desconocido o muy jodido. True story.
Me disfracé en Halloween y repartí caramelos y dulces a algunos niños del vecindario.
Hablé, entre chupitos, con un indio americano Acoma que me repasó toda la historia de su pueblo, incluyendo la necrológica de su padre. También conocí a un Sioux.
Me fui a navegar con true Americans por la bahía de San Diego.
Celebré Thanksgiving (friendsgiving) con más true Americans y me cogí una buena indigestión por ponerme hasta el culo de pumpkin pie.
He tenido citas con californianos, dignas del guión de “Sensación de Vivir”.
Pero de todas estas cosas, y todas las que no menciono, de entre todas esas, la mayor americanada (y por la que todo el mundo me llevaba preguntando desde que me mudé a California) ha sido ir a disparar un arma. Concretamente, una Beretta 9mm.
Fui a Las Vegas a emborracharme y a “apostar”.
Comí corn dogs, chicago pizzas, snow cones, hamburguesas de todo tipo (y más grandes de lo que puedo abarcar), chilli dogs, elephant ears (homólogo a nuestros churros en las ferias) y cafés a litro de sitios incluso más deleznables que el Starbucks.
Fui a Tijuana donde nos retuvieron en la frontera durante casi una hora a las 3am.
Cargué y descargué una pick-up. No la conduje porque no llegaba al volante.
Fui a combates de boxeo y carreras de caballos.
Charlé con una actriz famosa.
Me marqué unos cuantos road trips.
Jugué a muchos juegos de esos que vemos en las películas americanas, en las house parties donde siempre alguien acaba en paradero desconocido o muy jodido. True story.
Me disfracé en Halloween y repartí caramelos y dulces a algunos niños del vecindario.
Hablé, entre chupitos, con un indio americano Acoma que me repasó toda la historia de su pueblo, incluyendo la necrológica de su padre. También conocí a un Sioux.
Me fui a navegar con true Americans por la bahía de San Diego.
Celebré Thanksgiving (friendsgiving) con más true Americans y me cogí una buena indigestión por ponerme hasta el culo de pumpkin pie.
He tenido citas con californianos, dignas del guión de “Sensación de Vivir”.
Pero de todas estas cosas, y todas las que no menciono, de entre todas esas, la mayor americanada (y por la que todo el mundo me llevaba preguntando desde que me mudé a California) ha sido ir a disparar un arma. Concretamente, una Beretta 9mm.
No me
gustan las armas. Nunca me han gustado. Pero tenía que hacerlo, y la
oportunidad perfecta se presentó el viernes en mi puerta, hablándome de sus
viajes de estos últimos casi 6 meses. Así que nos fuimos, como colofón a uno de
los fines de semana más divertidos de estos últimos meses, a disparar 50 balas
a un señor de papel. Allí, un señor con bigote que se
parecía a Ron Swanson y que tenía pinta de desayunar vacas, me enseñó
a cargar el arma, quitarle y ponerle el seguro, la postura… y alguna cosa más.
No escuché nada y no retuve ninguna de la información que me dió, porque mi
cerebro estaba demasiado concentrado en los disparos. Creía que sería más
difícil, que el retroceso del arma sería más fuerte, que la pistola pesaría
más… pero no. Lo que más me molestó fue el ruido, (y eso que estoy medio sorda
tras 16 años de conciertos de hardcore) y la constante sensación de
sospecha que me producían los allí presentes. Fue una experiencia
interesante, pero que no creo que repita (a no ser que mi visitante vuelva por
San Diego. Lo menos que puedo hacer será acompañarle de nuevo a disparar
dianas).
Amigos, no
sé cómo lo veréis vosotros, pero yo creo que mi adaptación está siendo mejor
que la de los ladrones de cuerpos y no he tenido que suplantar la
identidad de nadie (todavía). Veo muy factible que antes del 2017 consiga mi
sueño de comprarme una caravana y viajar errante por los desiertos de US of A,
con mi sombrero de paja, mi ukelele y mi zarigüeya amaestrada.
Ríete tú de Alexander Supertramp.
Ríete tú de Alexander Supertramp.
Love
Elen
PS: No se me ocurrió nada más americano para el
título de la entrada que la famosa cita de John McClane en Jungla de Cristal.
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