No salió exactamente como lo había planeado. No
había planeado que me atacase una gripe como si de 1918 se tratase y que
tuviera que tomar antibióticos para la incipiente neumonía que el medico detectó
con su oído de elfo y sentido arácnido*. No había planeado tener que pasarme
cinco días encerrada en casa, cosa que no pasaba desde que había tenido la
mononucleosis hacía 13 años. No había planeado tampoco llegar al record de 41°C de
fiebre (105° en Fahrenheit) y mucho menos producir una cantidad de mocos digna de una
guardería. A pesar de todo, sobreviví, aunque no haya podido tomar sidra ni
pacharán, al menos el hambre no se me quitó. Y la gripe me ha venido muy bien
como excusa legítima para no tocar el ordenador ni mirar nada relacionado con
el trabajo.
Está claro que
California me ha transformado en un ser débil y enclenque. Puede que sea una
estratagema del gobierno para destruir el sistema inmune de los residentes a
base de semillas chía y kale o cualquier otro de esos superalimentos que nos
venden, para así acabar con el problema acuciante del paro y las Green Card.
El viaje de
vuelta esta vez incluyó una escala en Oslo, capital de un país donde todo el
mundo es muy alto y también parecen vampiros – como todos los escandinavos.
Esto de la escalas es un rollo, la gente está cansada, habla idiomas extraños y
está demasiado concentrada en ir al duty
free. Normalmente yo también me apunto al paseíllo por el duty free, pero con un fin bien
diferente del de comprar. Me pruebo varias cremas hidratantes y colonias para
intentar quitarme la cara y el olor a zombi podre, técnica que suele empeorar
la situación que inicialmente ya era difícil de salvar. En Oslo me compré un
sándwich de salmón por lo que al cambio debió costar unos $500. Pero no
importa, celebré así mis últimas horas en Europa.
Vistas polarizadas desde la ventanilla de mi asiento del vuelo transoceánico |
Volver a la
rutina de San Diego ha sido duro: tengo que hacer (otra vez) la declaración de
la renta, y en vista de lo mal que me resultó la experiencia del año pasado
cuando intenté contratar a un “profesional” para que me la hiciera (nunca te olvidaré,
Ron), seguramente me arriesgue una vez más a hacerla por mi cuenta. Voy a tener
que volver a leer periódicos para enterarme de las amenazas a las que el nuevo
presidente (o POTUS como lo llaman aquí) vaya exponiéndonos. Tengo que volver a
encender el piloto automático cerebral para no llorar por dentro cuando me veo
envuelta en conversaciones que justifican la posesión de armas o beatifican a
Hillary Clinton como si se tratase de Gandhi.
Echaré de menos
los cachopos, las croquetas y la tortilla de patatas de mi madre, los colacaos, La Nueva España publicando noticias para desmentir el cambio climático,
las Mahous y no tener que debatir sobre el sabor de las IPA a todas horas
(beber cerveza sin más), visitar bebés con varias máscaras, al puro estilo Jacko, para evitar esparcir mis gérmenes a seres indefensos (i.e. recién nacidos y
perritos). Igual echo de menos hasta los cuñadismos y las señoras que intentan
colarse en cualquier fila.
Lastres, Asturias. Prefiero esta playa antes que cualquiera de las que nos enseñaban en los Baywatch. |
El Parque de Invierno en Oviedo. |
Casa Camacho, uno de los pocos bares de vieyos que no se ha rendido a la moda gluten-free de Malasaña en Madrid, donde pasé escasas horas antes de volver a USA. |
En este mes casi
se me había olvidado lo entretenido que es vivir en USA. Y una buena noticia es
que (¡por fin!) me han ofrecido pagarme por escribir en un blog. No estoy segura
de si se referían a pagarme en dinero o en saladitos y sándwiches mixtos como a
Alaska, pero sea lo que sea, me gusta. También me han concedido dinero para
asistir a una conferencia en Marzo en Ventura, California, que debe ser tan exótico
como La Felguera. Por lo menos me darán de comer.
Elen
*normalmente la
medicina occidental debería basarse en cultivos y placas u otras pruebas
pertinentes para recetar antibióticos. Que luego viene la automedicación, el
abuso de medicamentos y las resistencias bacterianas.